Por qué decidí no volver a alisar mi pelo (ni el de mi hija tampoco)

Mi madre tiene "pelo bueno": liso, oscuro, y con una textura tan suave como la seda. En sus fotografías de adolescente aparece con el cabello como una tabla y un perfecto rizo en las puntas acentuando sus pronunciados pómulos y sus ojos marrones. No se ve ni un atisbo de encrespamiento.
Poco tiempo después de aquellas fotos, me tuvo a mí. Nací con unos escasos mechones de pelo, nada que pudiera avisar del drama que vendría después.
Cuando cumplí dos años, mi madre empezó a notar un cambio en la textura de mi cabello. A los cinco, mi pelo era una nube de rizos que solían estar enredados y despeinados porque prefería jugar afuera en el barro y trepar a los árboles. Mi adorno navideño del kinder, un árbol de papel decorado con purpurina, muestra una foto mía en el centro: aparezco con el cabello alborotado, loco. Un desastre.
Mi pobre madre, sin saber qué hacer conmigo, intentaba peinarlo y cepillarlo como mejor podía, a menudo después de que se hubiese secado (algo que nunca se debe hacer). Yo gritaba. Lloraba. Le rogaba que parase. Hasta que, finalmente, se rindió.
A principios de los años 90 decidí cortármelo para imitar el elegante corte pixie de mi madre. El cambio no fue bien recibido por los niños de mi escuela. En cuanto me vieron, comenzaron a hacer crueles comentarios, y yo, que tenía siete años, intenté mitigar el daño poniéndome un sombrero. La profesora me pidió que me lo quitara. Supliqué mientras me caían lágrimas por el rostro, pero ni se inmutó —las reglas son las reglas. Finalmente me lo quité, tras hacer un muro de libros en mi mesa con la esperanza de que me protegieran de los demás. Pero no funcionó. Un niño tiró los libros al suelo, y el resto de la clase empezó a reírse y señalarme, diciendo que "parecía un chico".
Juré no volver a cortarme el cabello nunca más.
Durante unos meses de Quinto Grado viví con mis primas en Florida. Tenían el cabello como el mío y me enseñaron cómo debía cuidármelo y qué productos debía utilizar. En Séptimo Grado ya sabía cómo usar un scrunchie (gomita para el pelo) y aprendí que con agua, gel y mousse podía mantenerlo en su sitio. Me tenía que comprar mis propios productos o limitarme a los que mi madre y mi padrastro podían comprar con su escaso presupuesto (que incluía otros tres hijos).
Mi familia y yo discutíamos constantemente por culpa de mi pelo. El marido de mi madre —poco familiarizado con el pelo rizado o con las adolescentes— sólo nos dejaba utilizar el baño durante un máximo de cinco minutos. Mi madre odiaba la textura "crujiente" del mousse barato y tampoco le gustaba el aspecto mojado de mi cabello.
Yo soñaba con tener una melena sedosa que un novio (inexistente) pudiera acariciar, y pedí mi primer alisado por mi 16º cumpleaños. Mi madre cedió, y por fin me senté en la silla del salón, emocionada e impaciente por mi transformación. Estaba convencida de que mi torpeza y mi aspecto de "nerd" se resolverían gracias al cepillo mágico de las estilistas y su secador de temperatura volcánica. Tres horas después, emergí. Con la humedad de Florida, mi cabello era una versión encrespada de la cortina sedosa del pelo de los anuncios de Pantene. No me había transformado, pero estaba decidida a seguir intentándolo.
Durante los diez años siguientes me alisé el pelo periódicamente. Gasté cientos de dólares, quizás miles, en planchas de cerámica, productos, visitas al salón, secadores, cepillos, rollos, e infinitos pinchos para sujetar el doobie o tubi (una técnica de alisado casero que consiste en enredar el pelo alrededor de la cabeza y mantenerlo en una red) y que mi cabello se mantuviese en su sitio hasta el día siguiente. Habré pasado cientos de horas bajo un secador ardiente y esperando a que la estilista dejase de sermonearme por lo mucho que había tardado en volver al salón desde mi última visita o por qué dejaba que mi pelo estuviese "así".
Recuerdo que mi novio de la universidad un día me preguntó que cuándo iba a volver a alisarme el pelo porque le gustaba más así. Rompí con él.
En cambio, en una ocasión, mientras iba en un teleférico de esquí por la montaña, el hombre con el que salía enroscó con cariño uno de mis rizos alrededor de su dedo índice y dijo que quería que sus hijas tuvieran el cabello como el mío. Me casé con él.
Nuestra primera hija es una versión en miniatura de mí, igual de tenaz y vivaz que yo. Mi universo ha explotado, cambiado, y se ha reorganizado alrededor de esta pequeña niña. Todo lo que he querido para ella es que nunca, nunca, se sienta insuficiente por ser como es.
La historia está repitiéndose: ella tiene el mismo pelo desordenado, el mismo cambio súbito en la textura y el volumen. Cuando lo vi, me emocioné.
Y entonces, decidí no volver a alisarme el pelo. Un día, mi hija vino conmigo al salón para acompañarme, y mientras esperábamos a la estilista, me vinieron a la memoria las tristezas y los disgustos que luchar contra mi cabello me había causado. No quería que ella pasara por lo mismo.
Comencé a investigar valiosas fuentes como NaturallyCurly y los grupos de Facebook para mujeres con cabello natural. Empecé a comprar productos para el pelo en Whole Foods sin parabenos ni sulfatos. Me aprendí la terminología de las diferentes texturas del cabello (yo tengo 3b con algunas secciones de 3c, baja porosidad; mi hija tiene 3c con algunas secciones de 3b).
Pero no me preocupo demasiado por el cabello de mi hija. Prefiero que salga a correr y que juegue en el agua y se ensucie sin preocuparse de cómo se le vaya a poner el pelo.
Estoy segura de que un día ella querrá alisárselo, porque las dos somos parecidas –tenemos que aprender por nosotras mismas. Pero espero haberle dado la seguridad suficiente para que sepa que vale más de lo que se refleja en el espejo o de lo que opinen de ella.
Hace unos meses, volví al salón. Una hora después, salí con una décima parte de mi cabello y el espíritu renovado. Me sentí libre. El modo en que me vieran los demás ya no iba a afectar cómo me veía yo misma. Al ver mi nuevo corte de pelo, mis hijos sonrieron. A la semana siguiente mi hija cogió unas tijeras y se cortó el flequillo, porque quería ser como yo. Creo que, después de todo, será una niña feliz.
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