¿Cuál ser? ¿La azotada, la intensa, la needy?

La buena noticia es que creí que llevaba mis cuentas al día hasta que me llegó un requerimiento de la autoridad fiscal a propósito de un periodo en que mis declaraciones habían sido nulas: “La invitamos a ponerse al día y cubrir las multas requeridas”.
La mala noticia es que el requerimiento, aun contenido en un sobre muy particular, no llegó solo.
Por las mismas fechas me enteré de que había vuelto a estos lares un viejo amor del que, en su momento, me habían separado la distancia física y, peor aún, la distancia en la cercanía cada vez que nos veíamos. Cansada, yo había renunciado sin palabras y sin adiós: casi por la puerta chica e inspirada en un capítulo del libro Masculinidad tóxica, de Sergio Sinay, en el que dice que el único fracaso insoportable para un hombre es el de “ser abandonado por una mujer”.
En realidad, lo más que hice fue escaparme de una relación en la que, tiro por viaje y aunque las apariencias dijeran lo contrario, la única abandonada había sido yo.
Amor abstracto
Nos decíamos que nos amábamos, pero ese amor se había vuelto una abstracción. Era un amor que ni se practicaba ni se hacía. Había tanto ruido en medio, aun cuando estábamos silentes. Quise. Creí. Neciamente me empeñé en los primeros momentos inolvidables y promisorios, si bien, en medio de su promesa, exigían de mí una personalidad que no tenía, una renuncia y una posposición constantes.
No estábamos en la cotidianeidad, aun cuando habíamos estado, y altamente, en la correspondencia de nuestras emociones intelectualizadas, en los ideales de los sentires y los vivires, en la sencillez de plasmar e intercambiar lucidez, ternura, compaginación. Éramos compañeros de sueños a la distancia, mas no del día con día, ni de la presión o las emergencias, en especial cuando éstas competían con la libertad individual.
Renuncié a ese amor exquisito porque, al final, no era más que una estampa. Y el amor es también ese diario convivir al que los dos le habíamos dado la vuelta. Él, en la lejanía. Yo, al elegir a un hombre que, por más palabras hermosas, se desinflaba cuando me veía desesperada, en aprietos, demandante, enloquecida.
Cuidé tanto las formas, al grado de que me costaba desenvolverme con naturalidad, incluso en lo básico. Llegó un momento en que nuestros cuerpos no se adivinaban ni se procuraban y nuestros besos eran demasiado educados, cuando no se evitaban: todo fuera por la cordura, por la mesura, por la propiedad.
Me quise convencer de su ausencia tan llena de su presencia. Muchas veces me disculpé por pensar, por desear, por preguntar, avergonzada de que a los ojos suyos mis despropósitos trazaran un patrón: la azotada, la intensa, la needy.
Más niña malcriada que amante paciente
No habría querido despegarme de él. Después de todo, había sido tan entrañable la proximidad. ¿Por qué no le rendí tributo a esa poesía con una actitud más serena y madura? ¿Por qué fui más niña malcriada que amante paciente y respetuosa? ¿Por qué temí en vez de confiar?
Cuán engañosa es la fotografía aún no tomada de la concordia idealizada. Y, si se le sobredimensiona, puede ser devastadora: todo aquello que no se le asemeje corre el riesgo de ser desairado.
Con el tiempo hice hasta lo imposible por dejar de imaginar escenarios de vida diaria con él. Por grabarme en la piel, en la corteza cerebral, que el amor no necesariamente implicaba inmediatez, que podía ser multiforme. . . Pero siempre era tarde: para entonces mis quejidos resultaban en desconfianza y silencios suyos, y mis disculpas y promesas sonaban gastadas e inútiles.
Intenté aprender a hablar dosificadamente y silenciarme, elegir qué mostrar y qué ocultar. Intenté aprender a negarme. Quise cuidar lo que salía de mi boca: distinguir entre lo que se comparte con un compañero y lo que habría que decirle a un terapeuta o un sacerdote o, incluso, lo que nadie tendría que saber.
Llegué al punto de pedirle que no se esforzara en lo absoluto. Que siguiera su camino y, si consideraba que yo podía estar y si confiaba en que yo estaría la altura, me diera la oportunidad de acompañarlo, desde donde debiera estar.
¿Acaso soy de las que irremediablemente se enamoran de los Mr. Unavailables, de los Alfies eternos?
Habrá quienes, tras la ruptura, quieran ser recordados como seres intachables, amigos solidarios, buenos amantes. En mí no pesa el afán de prestigio sino que mis compañeros hayan conocido, acaso intuido algo de mi esencia. Tengo una extraña fe en que, a pesar del ruido, la distancia y los malentendidos, un día caerán en la cuenta de cuánta razón había en mi locura o cuánta locura en mi razón. Y si ello no ocurre, tampoco importa mucho. Me basta con que yo misma lo sepa. Sólo entonces puedo irme en paz y dejar pasar todas las veces en que me han dicho: “No es el momento”. Ni la temporada ni la vida.
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