null: nullpx
Divorcio

Sola por hoy: Obra en construcción

Después de un divorcio es momento de plantear la transformación del espacio que se habita.
23 May 2016 – 03:19 PM EDT
Comparte
Default image alt
Después de un divorcio llega ese momento de plantearse la transformación del espacio que se habita. ¿Por qué es importante? Crédito: iStock

Entre mi divorcio legal y todos los demás divorcios, un día me di cuenta de que había un aspecto que había desatendido: el del espacio que habitaba, esa suerte de nido medio vacío donde llevaba un rato viviendo con mis hijos desde mi separación.

Sé cuánto pesa, aun simbólicamente, que los espacios se mantengan intactos y hago todo lo posible por entender la, a veces necia, necesidad de transformarlos a ultranza. Sirvan como ejemplo los mandatarios o diplomáticos que, llegado el turno de poblar las moradas de sus antecesores, hacen cambios más radicales que pertinentes, como una forma de ruptura y de que no quede huella, que no, que no, de lo anterior: recuerdo el caso de un Embajador en un país de Medio Oriente que prolongó la inauguración de su residencia oficial hasta que la casa fuera renovada aun en los últimos detalles: esto significó que el personal de servicio (un matrimonio formado por el chófer, que además hacía las veces de jardinero, y la cocinera, que también fungía como recamarera, así como los tres hijos de ambos) saliera de la casa y se mudara al “barrio que les correspondía”. El privilegio de mandar, que le llaman...

También pienso en aquellos casos de segundas nupcias en los que, sobre todo si se trata de las amantes ahora convertidas en esposas, la consigna es hacer un extreme makeover, es decir, modificaciones extremas. Sé de mujeres a las que les chifla comenzar no sólo de cero, sino hasta de menos cero, sin importarles si algunas de las adquisiciones (muebles, cortinas, tapices) o remodelaciones (paredes que se tumban, un balcón hecho estudio, dos recámaras convertidas en una) son de orden reciente o, peor aún, costosísimas: qué va, a estas nuevas grandes damas les tiene muy sin cuidado y, en el nombre de nuevas conquistadoras, defienden su derecho de sepultar cualquier ayer.


Ahora paso a explicar que ninguno de los ejemplos anteriores fue una motivación para decidirme a repensar o a rehacer ésta, su humilde y pobre casa. De hecho, desde que me separé, la vida dentro de estas cuatro paredes no hizo sino continuar: hubo que hacer algunos cambios y reparaciones, más bien urgentes y mínimos: revisar la instalación eléctrica, comprar un bóiler nuevo, cubrir algunas grietas. . . Quizá arreglar un mueble que se caía en pedazos o reemplazar un electrodoméstico inservible, pero fuera de eso, el tiempo se había detenido.

Ese espacio tan ajeno

Como ocurre con los despertares que suceden repentinamente, celebrando las pequeñas aunque significativas batallas que en materia de divorcio acababa de librar, alcé una copa imaginaria y miré a mi alrededor. Sentí un tanto de tristeza y otro de indignación al confirmar que por una parte, casi todo en ese espacio me era ajeno y por la otra, que había fachadas, muebles, resquicios de esa casa que se encontraban rezagados o prácticamente erosionados. Me pregunté: ¿Cómo pude dejar pasar tanto tiempo sin detenerme a mirar mi entorno más próximo ¿Cómo fue que partes del mismo se deterioraron y envejecieron, así nomás, sin dignidad? Tampoco me permití torturarme en demasía: si había desatendido mi espacio había sido porque otras cuestiones requerían mi total dedicación. Por eso, ahora que estaba al tanto de esos descuidos, era momento de poner manos a la obra.


Estaba emocionada y abrumada. No dejaba de inspirarme a partir de lo que veía en revistas y blogs, y de lo que iraba en los showrooms y escaparates de las tiendas. Tantas modas y tendencias me tenían confundida: de lo minimal a lo ecléctico, de lo vintage a lo shabby chic. Sobre todo me desesperaba no saber por dónde comenzar y en eso alguien tuvo a bien sugerirme que antes que nada, “limpiara y purificara” el lugar sin fines espirituales, como una forma de volver al lienzo en blanco. Comencé por obsequiar y deshacerme de algunos de los muebles pesados y estorbosos; retirar cortinas, alfombras y tapices; alisar y pintar paredes. La meta era no sólo limpiar sino aligerar: adiós a esos muebles pesados y en maderas oscuras. Era tiempo de sustituirlos por otro tipo de diseño, línea y frescura. Tiempo de mezclar: plástico con cristal, terciopelo con mimbre, un tapete persa y varios textiles oaxaqueños, algún diseño, aunque sólo fuera uno, original de Phillippe Stark, algún capricho, alguna antigüedad, algún fake que, precisamente por tan fake, fuera ya una obra de arte.

Como las novias: algo nuevo, algo prestado, algo azul. Así fui a casa de mis padres a rescatar algo de mimbre empolvado, de platería oscurecida, de cristalería de Murano. Así también pinté y retapicé un par de sillas de bambú escondidas por los rincones, y convertí un ventanal en una celosía con páneles tipo Shoji. Elegí persianas de madera, siempre en blanco, y pisos de duela oscura. Me esperé a las ventas nocturnas y al Black Friday para por fin adquirir al menos un cojín, una diminuta pieza en ébano, acaso un coffee table book. Le compré un tríptico a una pintora prometedora y amiga, y todavía sigo pagando a meses una pequeña litografía de Leonora Carrington.


La transformación de mi entorno más inmediato ha sido una tarea en la que no ha habido tregua. A veces me dicen que ya le pare, que ya lo deje así, pero yo sé, y me honra saberlo, que esta obra sigue en construcción.

Además ve:

Comparte
RELACIONADOS:Soltería