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Guerra Rusia y Ucrania

Los últimos periodistas de Mariupol: la historia de su huida tras 20 días reportando la agonía de la ciudad

Mstyslav Chernov y Evgeniy Maloletka eran los dos últimos periodistas que quedaban en Mariupol. Tras 20 días documentando la agonía de esa ciudad ucraniana, tuvieron que escapar. Les llegó la noticia de que las tropas rusas los estaban buscando. Este es el relato de su increíble huida, contado por Chernov.
Publicado 22 Mar 2022 – 11:18 AM EDT | Actualizado 22 Mar 2022 – 11:18 AM EDT
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Los rusos nos estaban buscando. Tenían una lista de nombres, y en ella estaban los nuestros. Estaban muy cerca de capturarnos.

Éramos el único equipo de periodistas internacionales que quedaba en Mariupol y llevábamos documentando el sitio de las tropas rusas durante más de dos semanas. Estábamos trabajando en un hostpital cuando soldados armados empezaron a vigilar los corredores. Los cirujanos nos dieron batas blancas para usar como camuflaje.

Al amanecer irrumpieron gritando dónde estaban los periodistas. Vi que llevaban brazaletes azules, como los ucranianos, pero temía que fueran rusos. Me identifiqué.

“Vinimos para sacarlos”, dijeron. Las paredes se estremecieron por la artillería y las ametralladoras, parecía más seguro quedarse dentro. Pero los ucranianos tenían órdenes.

Corrimos a la calle, abandonando a los médicos que nos habían ocultado, la mujer embarazada que había sido alcanzada por la artillería rusa y la gente que dormía en los pasillos porque no tenían donde ir. Me sentí muy mal dejándolos atrás.

En nueve minutos, tal vez diez, una enternidad, por las carreteras y edificios destruidos, según las bombas caían cerca nos tirábamos al suelo. El tiempo lo medíamos de una explosión a la siguiente, nuestros cuerpos en tensión y aguantando la respiración. Onda expansiva tras onda expansiva me sacudían el pecho, mis manos estaban frías.

Llegamos a una entrada y vehículos blindados nos llevaron rápidamente a un sótano oscuro. Solo entonces supimos por un policía por qué los ucranianos habían arriesgado la vida de los soldados para sacarnos del hospital.

Si te atrapan, te pondrán frente a la cámara y te harán decir que todo lo que filmaste es mentira”, dijo. “Todos tus esfuerzos y todo lo que has hecho en Mariupol será en vano”.

El oficial, que una vez nos había suplicado que mostráramos al mundo su ciudad moribunda, ahora nos pedía que nos fuéramos. Nos empujó hacia los miles de autos abollados que se preparaban para salir de Mariupol.

Era el 15 de marzo. No sabíamos si saldríamos con vida.


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Pasé mi adolescencia en la ciudad de Járkov, a solo 20 millas de la frontera con Rusia. Aprender a manejar un arma era parte del plan de estudios. Parecía inútil. Ucrania, pensaba, estaba rodeada de amigos.

Desde entonces, he cubierto las guerras en Irak, Afganistán y el territorio en disputa de Nagorno Karabakh tratando de mostrar al mundo la devastación de primera mano. Pero cuando los estadounidenses y luego los europeos evacuaron el personal de su embajada de la ciudad de Kiev, y cuando estudié detenidamente los mapas de la acumulación de tropas rusas justo frente a mi ciudad natal, mi único pensamiento fue: "Mi pobre país".

En los primeros días de la guerra, los rusos bombardearon la enorme Plaza de la Libertad en Járkov, donde había estado hasta los 20 años.

Sabía que las fuerzas rusas verían la ciudad portuaria de Mariupol como un premio estratégico debido a su ubicación en el Mar de Azov. Así que en la noche del 23 de febrero, me dirigí allí con mi viejo colega Evgeniy Maloletka, un fotógrafo ucraniano de AP, en su camioneta Volkswagen blanca.

En el camino, comenzamos a preocuparnos por las llantas de repuesto y encontramos en internet a un hombre cercano dispuesto a vendernos unas en medio de la noche. Les explicamos a él y a un cajero en la tienda 24 horas que nos estábamos preparando para la guerra. Nos miraron como si estuviéramos locos.

Llegamos a Mariupol a las tres y media de la mañana, la guerra comenzó una hora después.

Alrededor de una cuarta parte de los 430,000 residentes de Mariupol se fueron en esos primeros días, mientras aún podían. Pero pocas personas creían que se avecinaba una guerra, y cuando la mayoría se dio cuenta de su error, ya era demasiado tarde.

Una bomba a la vez, los rusos cortaron la electricidad, el agua, los suministros de alimentos y finalmente, de manera crucial, las torres de telefonía celular, radio y televisión. Los pocos periodistas restantes en la ciudad salieron antes de que se acabaran las últimas conexiones y se estableciera un bloqueo total.

La ausencia de información en un bloqueo cumple dos objetivos. El caos es el primero. La gente no sabe lo que está pasando y entra en pánico. Al principio no podía entender por qué Mariupol se vino abajo tan rápido. Ahora sé que fue por la falta de comunicaciones.

La impunidad es el segundo objetivo. Sin información proveniente de una ciudad, sin imágenes de edificios demolidos y niños moribundos, las fuerzas rusas podían hacer lo que quisieran. Si no fuera por nosotros, no se sabría nada.

Es por eso que asumimos tantos riesgos para poder enviar al mundo lo que vimos, y eso es lo que hizo que Rusia se enojara lo suficiente como para empezar a buscarnos.

Nunca, nunca sentí que romper el silencio fuera tan importante.

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Las muertes llegaron rápido. El 27 de febrero, vimos cómo un médico intentaba salvar a una niña herida por metralla. Murió.

Un segundo hijo murió, luego un tercero. Las ambulancias dejaron de recoger a los heridos porque la gente no podía llamarlos sin señal y no podían circular por las calles bombardeadas.

Los médicos nos suplicaron que filmáramos a las familias que traían a sus propios muertos y heridos, y que nos permitiéramos usar la energía del generador, cada vez más escasa, para nuestras cámaras. Nadie sabe lo que está pasando en nuestra ciudad, dijeron.


Los bombardeos golpearon el hospital y las casas de los alrededores. Destrozaron las ventanas de nuestra camioneta, hicieron un agujero en su costado y nos pincharon una llanta. A veces salíamos corriendo a filmar una casa en llamas y luego volvíamos corriendo en medio de las explosiones.

Todavía había un lugar en la ciudad para obtener una conexión estable, fuera de una tienda de comestibles saqueada. Una vez al día, conducíamos hasta allí y nos agachábamos bajo de las escaleras para subir fotos y videos al mundo. Las escaleras no habrían hecho mucho para protegernos, pero se sentía más seguro que estar al aire libre.

La señal desapareció el 3 de marzo. Intentamos enviar nuestro video desde las ventanas del séptimo piso del hospital. Fue a partir de ahí que vimos desmoronarse lo último que quedaba de la sólida ciudad de clase media de Mariupol.

La tienda de Port City estaba siendo saqueada, y nos dirigimos hacia allí entre la artillería y el fuego de las ametralladoras. Decenas de personas corrían empujando carritos de compras cargados de productos electrónicos, comida, ropa. Un proyectil explotó en el techo de la tienda, tirándome al suelo fuera. Me tensé, esperando un segundo golpe, y me maldije cien veces porque mi cámara no estaba encendida para grabarlo.

Y allí estaba, otro proyectil golpeando el edificio de apartamentos a mi lado con un terrible silbido en el oído. Me escondí detrás de una esquina para cubrirme.

Un adolescente pasó rodando una silla de oficina cargada con productos electrónicos, las cajas cayeron por los lados. “Mis amigos estaban allí y el proyectil cayó a 10 metros de nosotros”, me dijo. “No tengo idea de lo que les pasó”.

Corrimos de regreso al hospital. En 20 minutos, llegaron heridos, algunos de ellos subidos a carritos de compras.

Durante varios días, el único vínculo que teníamos con el mundo exterior era a través de un teléfono satelital. Y el único lugar donde funcionaba ese teléfono era al aire libre, justo al lado del cráter de un proyectil. Me sentaba, me hacía pequeño y trataba de captar la conexión.

Todo el mundo preguntaba, por favor, díganos cuándo terminará la guerra. No tenía respuesta. Todos los días corría el rumor de que el ejército ucraniano vendría a romper el sitio. Pero nadie vino.

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Para entonces ya había sido testigo de muertes en el hospital, cadáveres en las calles, decenas de cuerpos empujados a una fosa común. Había visto tanta muerte que filmaba casi sin asimilarla.

El 9 de marzo, dos ataques aéreos destrozaron el plástico que cubría las ventanas de nuestra camioneta. Vi la bola de fuego solo un latido antes de que el dolor perforara mi oído interno, mi piel, mi cara.

Vimos salir humo de un hospital de maternidad. Cuando llegamos, los trabajadores de emergencia todavía estaban sacando a mujeres embarazadas ensangrentadas de las ruinas.

Nuestras baterías estaban casi agotadas y no teníamos conexión para enviar las imágenes. Quedaban pocos minutos para el toque de queda. Un oficial de policía nos escuchó hablar sobre cómo obtener noticias sobre el atentado con bomba en el hospital.

“Esto cambiará el curso de la guerra”, dijo. Nos llevó a una fuente de energía y una conexión a internet. Habíamos registrado tantos muertos y niños muertos, una fila interminable. No entendía por qué pensaba que aún más muertes podrían cambiar algo.

Me equivoqué.

En la oscuridad, enviamos las imágenes alineando tres teléfonos móviles con el archivo de video dividido en tres partes para acelerar el proceso. Tomó horas, mucho más allá del toque de queda. El bombardeo continuó, pero los oficiales asignados para escoltarnos por la ciudad esperaron pacientemente.

Luego, nuestro vínculo con el mundo exterior a Mariupol se cortó de nuevo.

Regresamos al sótano de un hotel vacío con un acuario ahora lleno de peces dorados muertos. En nuestro aislamiento, no sabíamos nada acerca de una creciente campaña rusa de desinformación para desacreditar nuestro trabajo.

La embajada rusa en Londres publicó dos tuits calificando las fotos de AP como falsas y afirmando que una mujer embarazada era una actriz. El embajador ruso mostró copias de las fotos en una reunión del Consejo de Seguridad de la ONU y repitió mentiras sobre el ataque al hospital de maternidad.

Mientras tanto, en Mariupol, nos inundaba la gente que nos pedía las últimas noticias de la guerra. Mucha gente se me acercaba pidiendo que lo filmara para que su familia supiera que estaba vivo.

En ese momento, ninguna señal de radio o televisión ucraniana funcionaba en Mariupol. La única radio que podías escuchar transmitía mentiras rusas retorcidas: que los ucranianos tenían a Mariupol como rehén, disparaban contra edificios y desarrollaban armas químicas. La propaganda era tan fuerte que algunas personas con las que hablamos la creyeron a pesar de la evidencia de sus propios ojos.

El mensaje se repetía constantemente, al estilo soviético: "Mariupol está rodeada; entrega tus armas".

El 11 de febrero, en una breve llamada sin detalles, nuestro editor preguntó si podíamos encontrar a las mujeres que sobrevivieron al ataque al hospital de maternidad para probar su existencia. Me di cuenta de que las imágenes debían haber sido lo suficientemente potentes como para provocar una respuesta del gobierno ruso.

Las encontramos en un hospital de primera línea, algunas con bebés y otras dando a luz. También supimos que una mujer de la foto había perdido a su bebé y luego su propia vida.

Subimos al piso 7 para enviar el video desde el tenue enlace de internet. Desde allí, vi cómo un tanque tras otro avanzaba junto al recinto del hospital, cada uno marcado con la letra Z que se había convertido en el emblema ruso de la guerra.

Estábamos rodeados: decenas de médicos, cientos de pacientes y nosotros.

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Los soldados ucranianos que habían estado protegiendo el hospital habían desaparecido. Y el camino a nuestra camioneta, con nuestra comida, agua y equipo, fue cubierto por un francotirador ruso que ya había disparado a un médico que se había aventurado a salir.

Pasaron horas en la oscuridad, mientras escuchábamos las explosiones fuera. Fue entonces cuando los soldados vinieron a buscarnos, gritando en ucraniano.

No se sentía como un rescate. Parecía como si solo estuviéramos siendo trasladados de un peligro a otro. En ese momento, ningún lugar en Mariupol era seguro y no había alivio. Podrías morir en cualquier momento.

Me sentí increíblemente agradecido con los soldados, pero también entumecido. Y avergonzado de que me iba.

Nos metimos en un Hyundai con una familia de tres y nos vimos en un embotellamiento de 5 kilómetros fuera de la ciudad. Alrededor de 30,000 personas lograron salir de Mariupol ese día, tantas que los soldados rusos no tuvieron tiempo de mirar de cerca los autos con las ventanas cubiertas con pedazos de plástico que se agitaban.

La gente estaba nerviosa. Estaban peleando, gritándose el uno al otro. Cada minuto había un avión o un ataque aéreo. El suelo temblaba.

Cruzamos 15 puestos de control rusos. En cada uno, la madre sentada en la parte delantera de nuestro automóvil rezaba furiosamente, lo suficientemente alto para que la oyéramos.

Mientras los atravesábamos (el tercero, el décimo, el décimo quinto, todos con soldados con armas pesadas), mis esperanzas de que Mariupol sobreviviera se desvanecían. Entendí que solo para llegar a la ciudad, el ejército ucraniano tendría que abrirse paso por mucho terreno. Y no iba a suceder.

Al atardecer, llegamos a un puente destruido por los ucranianos para detener el avance ruso. Un convoy de la Cruz Roja de unos 20 autos ya estaba atrapado allí. Todos salimos juntos de la carretera hacia campos y caminos secundarios.

Los guardias del puesto de control número 15 hablaban ruso con el áspero acento del Cáucaso. Ordenaron a todo el convoy apagar los faros para ocultar las armas y el equipo estacionado al borde de la carretera. Apenas podía distinguir la Z blanca pintada en los vehículos.

Cuando nos detuvimos en el décimo sexto puesto de control, escuchamos voces ucranianas. Sentí un alivio abrumador. La madre en la parte delantera del auto se echó a llorar. Estábamos fuera.

Éramos los últimos periodistas en Mariupol. Ahora no hay ninguno.

Todavía estamos inundados por mensajes de personas que desean conocer el destino de los seres queridos que fotografiamos y filmamos. Nos escriben desesperada e íntimamente, como si no fuéramos extraños, como si pudiéramos ayudarlos.

Cuando un ataque aéreo ruso golpeó un teatro donde cientos de personas se habían refugiado a fines de la semana pasada, podría señalar exactamente dónde hay que ir para saber de los sobrevivientes, para escuchar de primera mano cómo era estar atrapado durante interminables horas bajo montones de escombros. Conozco ese edificio y las casas destruidas a su alrededor. Conozco gente que está atrapada debajo.

Y el domingo, las autoridades ucranianas dijeron que Rusia había bombardeado una escuela de arte con unas 400 personas en Mariupol.

Pero ya no podemos llegar.

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