“No tenemos a dónde volver, Mariupol ya no existe": relatos angustiantes de sobrevivientes de la ciudad asediada por los rusos
ZAPORIYIA, Ucrania - “No tenemos a dónde volver, Mariupol ya no existe. Ya no tengo piso, las bombas volaban sobre nuestras cabezas. Nos hemos pasado una semana sin salir del sótano con 70 vecinos. Compartimos la poca comida que teníamos y así sobrevivimos, cocinando con fuego porque no había luz. Hemos sobrevivido gracias al agua que sacábamos del pozo”, nos explica Zetlana, quien prefiere omitir su apellido.
La mujer de 56 años observa a su hija, que trabajaba en una planta metalúrgica, pasear de la mano a su nieta y su perro, mientras rememora el infierno del que han logrado escapar hace apenas dos días.
El puerto de Mariupol, ubicado en el Mar de Azov, permaneció aislado del resto del Ucrania mientras las fuerzas invasoras de Rusia trataban de ocupar la ciudad. Esta semana se intentó la evacuación de mles de personas, algunas con asistencia de la Cruz Roja Internacional. SIn embargo, se estima que unos 100.000 civiles, la cuarta parte de la población antes del estallido de la guerra, están atrapados sin comida, agua, combustible y medicinas.
“Allí siguen mi hermana y su marido. Llevan viviendo en el sótano desde el inicio de la invasión. Perdieron la conexión del móvil hace semanas y no sabemos qué ha sido de ellos", nos cuenta Zetlana.
"Nosotras conseguimos escapar porque unas vecinas nos ofrecieron ir con ellas en su coche. Sabíamos que en la huida podíamos morir, pero ya no nos quedaba comida, así que no nos podíamos quedar”, continúa relatando frente al recinto ferial de la ciudad de Zaporiyia, a 124 millas (200 kilómetros) de Mariupol, una ciudad costera clave para el Ejército ruso porque junto a Odesa, representan la entrada de buena parte del comercio internacional de Ucrania.
Zaporiya, el primer refugio para quienes huyen de Mariupol
Zetlana es una de las decenas de miles de personas que en el último mes han pasado por la ciudad de Zaporiyia, que se ha convertido en refugio para muchos de quienes huyen de Mariupol, de Járkov y de otras zonas asediadas de la región del Donbás, en el este del país.
Son los últimos que han conseguido huir, los más pobres que no pueden imaginar dónde querrían ir porque no tienen recursos para seguir el camino. Están al albur de una ciudad que ha dispuesto todos sus edificios públicos a la atención y el alojamiento de estas personas que llegan muy traumatizadas y sin nada.
“Tardamos un día y medio en cruzar los nueve check points del Ejército ruso que había hasta salir de Mariupol. En cada uno, tenían que bajarse del coche las mujeres de entre 30 y 45 años. Por una vez me alegré de ser mayor”, dice, entre risas amargas.
A nuestro alrededor siguen llegando coches y autobuses de un éxodo masivo que ya supera los 4 millones de refugiados fuera de las fronteras ucranianas – más de la mitad, por ahora, permanece en Polonia– y 6.5 millones de desplazados internos.
“Estamos durmiendo en la guardería municipal y queremos ir a Polonia, donde viven conocidos que se fueron a trabajar allí hace años”, dice Zetlana antes de despedirse para entrar en el edificio.
Una transformación impuesta por las exigencias de la guerra con Rusia
Dentro del recinto, decenas de voluntarios registran a los recién llegados para conocer sus necesidades, si tienen previsto un destino, si necesitan atención médica.
Donde hasta hace un par de meses se montaban kioskos para vender productos, ahora voluntarios reparten comida en una cantina y personal médico atiende a los enfermos.
Sobre lo que eran las pistas deportivas de fútbol, baloncesto y atletismo, ahora encontramos enormes puestos de ropa de segunda mano y de cestas de alimentos y productos de higiene donados por numerosos países. Y al mando de todo ello, Moroko Vladislav, director del departamento de cultura de información de la istración militar de Zaporiyia.
“Esta guerra es contra mí y contra mi familia. Nos quieren matar. Mi hijo está en Mariupol y hace 10 días que no sé nada de él. Y mi otro hijo me dio un nieto que ahora tiene 5 meses y mira en qué situación nos encontramos. Imagínate cómo me ha cambiado esta guerra”, confiesa este hombre alto y corpulento de 50 años mirándonos a los ojos.
Voluntarios que también son víctimas de la guerra con Rusia
En Ucrania los voluntarios que atienden a los desplazados son también víctimas directas de esta guerra. Como la mujer que observamos a unos metros de aquí, rodeada de voluntarias disfrazadas de dibujos animados.
Olona Cerdiuk es psicóloga y antes de la guerra realizaba terapia con su perro Geivsey a niños con necesidades especiales. Pero desde que el 27 de febrero empezaran a llegar a Zaporiyia famillias desplazadas, ella no ha faltado un solo día a este rincón que, con el paso de las semanas, se ha ido llenando de peluches, libros y lápices de colores.
“Los pequeños de Mariupol llegan muy asustados, les cuesta relajarse y confiar en extraños. Ayer, por ejemplo, unos padres que vinieron a registrarse trajeron a su hija de siete años. La niña estaba en estado catatónico, no respondía a ningún estímulo: no hablaba, no miraba a nadie, no respondía a lo que le decíamos", recuerda Cerdiuk.
"Estaba muerta en vida. Mi perro empezó a acercársele poco a poco. Le puso la pata encima de su mano. Y entonces ella, poco a poco, empezó a acariciarle. Y así fue cómo empezó a volver en sí”, dice esta psicóloga que se formó en esta técnica en Alemania y que, mientras responde a nuestras preguntas, no pierde ojo a las familias que llegan hasta esta ludoteca.
Ella se asegura de que antes de que se vayan los niños, les den cuentos y lapiceros con los que dibujar.
Cerdiuk explica que, por el contrario, hay otros menores que llegan queriendo contar cómo han sido los bombardeos, el pan duro que tuvieron que comer durante semanas o que juegan a dispararse entre sí. Pero, asegura, que todos tienen síndrome postraumático.
“Los más pequeños no entienden lo que les ha pasado, pero les ves en tensión, con problemas de sueño. Algunos tienen regresiones a edades más tempranas: se olvidan de cómo leer, cómo escribir. Claro que se pueden recuperar con terapia, con mucho cariño de los padres, con que les acaricien mucho para sentirse seguros”, explica, antes de advertir: “Ese va a ser el gran trabajo de años cuando acabe la guerra. Salvar a todos estos niños para que recuperen su infancia y no se queden atrapados en el pavor”.
Junto a ella se encuentra Dasha Dara, una voluntaria de 18 años, estudiante de logopedia, disciplina que trata trastornos de comunicación y el lenguaje, que va disfrazada de princesa.
“Los primeros cuatro días de guerra no pude dormir. Me metía en la bañera y cerraba la puerta del baño para protegerme y temblaba. Ahora cuando escucho los tiroteos, sencillamente pienso que pase lo que tenga que pasar”, explica Dara, quien ha encontrado en la atención a los menores su forma de contrarrestar la impotencia, el miedo y la tristeza.
Poco después, una pareja de ancianos sale del recinto. Llevan zapatillas desgastadas de andar por casa sobre unos calcetines agujereados por el talón. Ambos han huido apoyándose en un bastón.
Él, que a sus 80 años avanza cansinamente, se vale de una vara hecha con una rama de un árbol. Ella, a sus 73 años, se protege del punzante frío con una chaqueta larga tejida a mano de lana y un pañuelo morado cubriéndole la cabeza. Este matrimonio de campesinos de Mariupol, ha visto cómo su casa desaparecía bajo las bombas rusas.
“Sobrevivíamos de las vacas y del huerto que ya no tenemos. Pero somos fuerte, sobreviviremos”, espeta ella con orgullo y altivez. “Los rusos nos están haciendo esto por odio, por envidia, porque nosotros no les hemos hecho ningún mal. Ahora tenemos a los soldados chechenos robando en nuestras casas, quitándonos los coches, nuestros móviles, cuando para nosotros ellos y los rusos eran como hermanos”, lamenta Raiza Antonovna, mi entras su hija, que huyó con ellos, observa la fortaleza de su madre.
Otra mujer con su niña se nos acerca para preguntar dónde dirigirse para pedir ayuda. Ucrania son generaciones de mujeres huyendo con sus criaturas. Las encontramos en los parques, en las gasolineras, en los refugios, en las estaciones.
En esta segunda ola de desplazados, no hay trolleys ni esterillas de yoga como en la primera: quienes ahora emprenden el éxodo ya no huyen de la amenaza de la llegada de las tropas rusas, sino que han conseguido huir a su asedio.
Son las familias que no abandonaron sus hogares en un primer momento por la falta de recursos económicos. Así, se vieron sitiados, hambrientos, sedientos. Los que huyen ahora lo hacen con maletas envejecidas o, incluso, con bolsas de plástico del supermercado.
Por ejemplo Alina Selenko, que ha conseguido huir con su hija Tatiana de Guliaipolé, en la línea de frente rusa.
“Nuestro pueblo está destruido. Estamos esperando a mi marido que ha ido a buscar a mi madre que está en Novozlatopil, otro pueblo ocupado por los rusos. Ha ido con su coche. No sé qué va a pasar, pero no la podíamos dejar abandonada allí”, explica antes de romperse en llanto.
“Nuestra propaganda dice que los rusos no tienen nada, pero es mentira. Los he visto. Van bien equipados, armados, con protección, con buenos tanques. Y nuestros soldados no tienen nada, son pobres, los están enviando a una muerte segura”, lamenta, con rabia, mientras su hija le sostiene la mano.
Tatiana estudiaba segundo de Medicina cuando todo se desmoronó. “No podía imaginar que iba a vivir una guerra. Mi terror ahora es que a mi abuela y a mi padre les pase algo, porque donde ella vive los combates son continuos”,explica, conteniendo la angustia, como si al no dejar traslucir las emociones mantuviera su dignidad frente a las fuerzas ocupantes.
A su lado, una familia compuesta por cuatro niños de entre tres y doce años, su madre y el padre de esta, en silla de ruedas, espera para subirse a un autobús que les lleve hasta un polideportivo en el que duermen todos.
“Mi hijo de cinco años, cada vez que comenzaban los bombardeos vomitaba y ahora no quiere comer. Mi padre, en su estado, no puede vivir mucho tiempo en estas condiciones. Mi marido puede morir en cualquier momento en Mariupol porque no dejan salir a los hombres. ¿Por qué nos hacen esto? ¿Por qué?”, susurra Victoria.
Victoria habla en un sotto voce acongojado con el que evita ser escuchada por sus hijos. Pero, por su rostro crispado, pareciera que lo que necesitaría es gritar al mundo su lamento.
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