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    Fiscales, diplomáticos y funcionarios: los nuevos rebeldes de la era Trump

    La destitución de la fiscal general interina refleja el dilema de muchos empleados públicos: desafiar al presidente o colaborar con él.
    31 Ene 2017 – 07:18 PM EST
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    Los primeros días de Donald Trump en la Casa Blanca han desatado un intenso debate sobre la responsabilidad de los funcionarios y de los empleados de las agencias gubernamentales. ¿Tienen el deber de aplicar las órdenes ejecutivas del presidente o pueden rebelarse si consideran que sus textos no se ajustan a la Constitución o al espíritu de la ley?

    Ningún suceso refleja tan bien ese dilema como el despido de Sally Yates, que fue destituida como fiscal general en funciones unos minutos después de enviar un memorándum ordenando a sus subordinados que no defendieran el decreto de Trump.

    “Yo soy la responsable de asegurar que las posiciones que adoptamos ante un tribunal concuerdan con la obligación solemne de esta institución de buscar justicia y defender lo correcto”, dice el documento de Yates. “Ahora mismo no estoy convencida de que la orden ejecutiva concuerde con esas responsabilidades y tampoco estoy convencida de que sea legal”.

    El presidente tiene derecho a despedir a su fiscal general si lo estima oportuno. Algunos juristas han llegado a decir incluso que Trump tenía el deber de despedir a Yates después de su gesto de insubordinación. El fiscal general no pertenece al poder judicial. Es un miembro del poder ejecutivo y el presidente es su superior jerárquico: él es quien lo nombra y él lo puede sustituir.

    ¿Un abuso de poder?

    Yates ni siquiera era la fiscal general de Trump. Ejercía el cargo en funciones a la espera de que el Senado confirmara al hombre designado por el presidente, el senador republicano Jeff Sessions, que suscita dudas entre los demócratas por sus opiniones racistas y por su extremismo en asuntos como la inmigración.

    Y sin embargo la destitución de Yates es inquietante por varios motivos. No es lo mismo el despido de un fiscal general que el de un secretario de Transporte. Entre las responsabilidades de un fiscal general se encuentra, por ejemplo, supervisar las actividades del FBI. El FBI mantiene abierta una investigación sobre la conexión de la campaña de Trump con el régimen de Vladimir Putin y deberá decidir en los próximos meses si llevar sus conclusiones ante un tribunal.

    El presidente podía haber absorbido el desafío de Yates como un gesto simbólico. Al fin y al cabo, quedaban tan sólo unas horas para que Sessions fuera confirmado por el Senado como fiscal general. Pero Trump decidió despedir a su fiscal interina y hacerlo con un comunicado incendiario en el que la acusaba de “traicionar al Departamento de Justicia” y de adoptar una posición “débil contra la inmigración ilegal”. El mensaje a otros funcionarios es inequívoco: expresar dudas sobre la legalidad de los decretos del presidente será percibido como una traición.

    Al despedir a Yates, Trump ha complicado la confirmación de Sessions, que se daba por hecha hasta esta semana. Durante la audiencia de confirmación de Yates, el senador preguntó a Yates en 2015 si estaba dispuesta a oponerse a la voluntad del presidente si éste vulneraba la Constitución. La pregunta tenía que ver con los decretos de inmigración que acaba de aprobar Barack Obama pero muchos la perciben ahora como la prueba de la hipocresía de los republicanos que ahora atacan a Yates y defienden a Trump.

    El despido de Yates ha sembrado más dudas sobre el respeto de Trump por la independencia de los funcionarios públicos, de cuyo trabajo depende para cumplir su programa electoral.

    Yates no era una activista sino una profesional elogiada por líderes de los dos grandes partidos. “Ella será una heroína del pueblo de EEUU y defenderá lo correcto. Decidirá según su conciencia y será justa”, auguró en 2015 el senador republicano Johnny Isakson durante esa misma audiencia de confirmación.

    Antes de llegar a Washington y ejercer como como fiscal general interina, Yates procesó por fraude a un alcalde demócrata y ayudó a condenar a cadena perpetua al terrorista que hizo estallar varias bombas durante los Juegos Olímpicos de 1996.

    Yates podía haber optado por presentar su dimisión y explicar sus motivos ya fuera del cargo. Pero escogió desafiar la autoridad del presidente en un gesto que algunos han definido como innecesario y otros como un acto de valor.

    ¿Cuándo es correcto rebelarse?

    Demócratas y republicanos no se ponen de acuerdo sobre la pregunta clave: cuándo tiene un empleado público el deber de desafiar una orden que considera ilegal.

    En agosto de 2015 los conservadores defendieron a Kim Davis, una secretaria de Kentucky en una variante de este dilema: la secretaria se acogió a la objeción de conciencia porque no quería firmar licencias de matrimonio a parejas homosexuales y fue enviada a prisión.

    Los casos de Davis y Yates no son iguales. La primera esgrime que la ley no se ajusta a sus creencias religiosas. La segunda alega que una orden ejecutiva del presidente no se ajusta a la ley. La primera defiende la posibilidad de actuar en conciencia. La segunda defiende una interpretación de la ley.

    La rebelión de la fiscal general en funciones no habría ocurrido si el entorno del presidente hubiera sido más cuidadoso a la hora de elaborar su orden ejecutiva. Ni siquiera quienes están a favor de restringir la inmigración han defendido estos días el proceso de redacción del decreto, salpicado de términos confusos que los agentes de fronteras se vieron obligados a interpretar.

    El caos que se vivió en los aeropuertos fue el fruto del alcance draconiano del decreto pero también de la forma en que se redactó, sin apenas consultar con los expertos de las agencias gubernamentales y sin escuchar a los abogados de inmigración.

    Trump declaró la guerra a Washington en su discurso inaugural y desde entonces su entorno ha ahondado en esa mentalidad de búnker, actuando al margen de los funcionarios, de los líderes del Capitolio y de quienes más saben de inmigración.

    No es una omisión aleatoria. El rechazo a los expertos es uno de los elementos esenciales del discurso de Trump. También la voluntad de sembrar el caos y desatar protestas que hagan aún más grande si cabe la brecha que ya separa a las dos mitades del país.

    Esa brecha quedó en evidencia en la primera encuesta sobre el decreto, publicada este martes por la firma Ipsos Mori. La inmensa mayoría de los demócratas se oponen a la orden ejecutiva del presidente y la inmensa mayoría de los republicanos están a favor.

    El problema es que esas dos mitades no son iguales. La primera vive sobre todo en ciudades pequeñas y sin apenas inmigrantes ni diversidad racial. La segunda se concentra en grandes ciudades como Chicago, Los Ángeles y Nueva York, donde hay mezquitas y jóvenes musulmanes, donde está más fresco el recuerdo del terrorismo y donde es más probable que vuelva a ocurrir.

    La mayoría de los empleados públicos de Washington pertenecen a esa segunda mitad: la de las elites ilustradas de las regiones más ricas del país. No todos son demócratas pero a la mayoría no les gustan los elementos más xenófobos de la agenda de Trump.

    Muchos consideran lógico que un presidente republicano baje los impuestos o retoque la reforma sanitaria de Obama pero no que adopte medidas autoritarias como algunas de las que ha aprobado Trump. Tampoco que firme sus órdenes ejecutivas sin que las revisen los juristas de las agencias que luego deberán aplicarlas y que conocen los problemas que puede acarrear cada decisión.

    Diplomáticos en pie de guerra

    El portavoz de la Casa Blanca, Sean Spicer, dijo este lunes que los funcionarios que no compartan la agenda de Trump “deben aplicar su programa o marcharse”. Se refería a la carta que circula desde hace unos días entre los empleados del Departamento de Estado y que critica con dureza el decreto de Trump.

    Como explica este artículo del New York Times, la carta ha reunido más de mil firmas de empleados que han ido moldeando su contenido y que quieren entregársela a Rex Tillerson, que muy pronto será confirmado por el Senado como secretario de Estado de Trump.

    La carta sigue lo que se conoce en el argot como el dissent channel, que nació como un canal para que los diplomáticos pudieran expresar sus objeciones a las políticas del presidente durante la Guerra de Vietnam.

    Las mil firmas son una cifra notable. En el Departamento de Estado trabajan unos 7.600 diplomáticos y unos 11.000 empleados públicos y firmar un memorándum así entraña riesgos para quienes aspiran a mejorar su posición.

    Hace unos días varios diplomáticos fueron destituidos por su oposición a las propuestas de Trump. Uno de ellos es Tom Countryman, que hasta ahora ejercía como subsecretario de Estado para el control de armamento y que se despidió este martes en un evento en una recepción privada que se celebró en la capital.

    En este artículo se pueden leer algunos detalles del discurso que Countryman pronunció delante de sus compañeros y del secretario de Estado en funciones, Thomas Shannon, que muy pronto entregará el testigo a Rex Tillerson, el hombre al que ha designado Trump.

    “Nosotros aún le debemos algo a Estados Unidos. Una política sin profesionales es por definición una política amateur y nosotros tenemos que ayudar a tomar las decisiones pueden sacar adelante al país”, dijo el diplomático, que animó a sus colegas a intentar mejorar las decisiones del equipo de Trump.

    Es un dilema que afrontan desde hace días muchos funcionarios y también muchos republicanos de Washington y se recrudecerá a medida que avancen las decisiones de Trump como explica en este artículo David Brooks. ¿Es mejor intentar embridar el autoritarismo del nuevo presidente o abandonarlo a su suerte y luchar desde fuera contra su istración?

    Muy pronto todos conoceremos la respuesta a esa pregunta. Entretanto merece la pena leer la advertencia del diplomático Countryman antes de abandonar la profesión a la que dedicó casi cuatro décadas y de la que fue jubilado contra su voluntad: “La antorcha de la Estatua de la Libertad no es sólo un imán para los inmigrantes. Es también un proyector que hace brillar la promesa de la democracia alrededor del mundo. Si nos encerramos en nosotros mismos, esa proyección de libertad se extinguirá”.

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